28/2/13

Pasión de los Fuertes


My darling Clementine, John Ford, 1946, EEUU, Henry Fonda, Victor Mature, Linda Darnell.

En la mitología tradicional y universal es frecuente la irrupción en el momento fundacional de las sociedades de figuras heroicas que llevan a cabo hazañas notorias, cuando no extraordinarias. Estos héroes culturales, usualmente varones, quedan asociados al nacimiento de una tribu (o un estado) y son pieza esencial en el fortalecimiento y asentamiento del sentimiento de identidad colectiva. Uno de sus cometidos principales es instaurar el orden social. Podemos citar, sin extendernos demasiado, a Eneas el Troyano, fundador de la raza romana cuya historia recoge Virgilio en su poema épico La Eneida datado en el siglo I a.C., asimismo, otro poema épico, este anglosajón y fechado en el siglo VIII d. C. narra la muerte de Beowulf, Rey de los gautas, por el aliento ponzoñoso de un dragón, no sin antes haber dado fin el mismo Beowulf a otros dos grandes monstruos (Grendel y su madre), ilustra el mito tradicional de los pueblos del norte de Europa que presenta al héroe matando a uno de estos grandes monstruos que escupen fuego por sus fauces. Los cuentos celtas escritos aproximadamente hacia el año 700 d. C. protagonizados por el guerrero Cúchulainn, el héroe del Ulster (por cierto que podríamos constatar un curioso aunque lejano paralelismo con el elemento de disputa que desencadena las guerras de la gente del Ulster con los irlandeses, el Toro Castaño de Cooley, en nuestro país y en estos momentos, dada la controversia que rodea a la tauromaquia y, en concreto, a la  reciente votación en el Congreso de los Diputados de la iniciativa popular que pretende consagrarla como bien de interés cultural y que de momento sigue su trámite con los votos favorables de PP, UPN y UP y D ayudados por la abstención del PSOE) y el denominado Ciclo Feniano, también de origen celta, que desarrolla las andanzas de los seguidores de Finn, los Fian, banda de guerreros y cazadores en cuya existencia, en el siglo III d. C., se creyó durante mucho tiempo y que en el medievo cobraron un notable resurgimiento entroncando, además, con las leyendas artúricas, nos sirven como ejemplos de esta figura del héroe cultural. La Ilíada, la citada Eneida, las Canciones de Gesta, el Romance y ¿por qué no? el Western, género cinematográfico de profunda raigambre en los EEUU, conforman la epopeya de algunas culturas.

El Western cuya idealización épica de la historia de un país a través de su interpretación legendaria funciona como elemento unificador de un grupo (o nación) y construye la identidad que caracteriza a éste (o ésta) y que, además, a diferencia de los samurais o los cangaceiros y globalización mediante, ha exportado sus valores al resto del mundo. El Western ofrece una visión mítica sobre el pasado filtrada a través de la fuente de la literatura o de la pintura para construir el arquetipo de los USA, se lanza a una lectura romántica sobre el Far West que desgrana temas clásicos como son, entre otros, la venganza, la violencia y el vaquero errante y solitario y que propugna el valor y la dignidad personal, la exaltación del individuo, el sentido de la libertad y de la justicia, de la amistad y del amor pero también la necesaria presencia de la brutalidad primitiva para construir la sociedad. Tanto el inhóspito y salvaje entorno como la furiosa delincuencia que habita en ese ambiente, abocan a la justicia hacia su despliegue expeditivo y extremo. En muchas tradiciones, la creación surge a través de la muerte como sacrificio, ahí está el himno védico de Purusha o la adaptación china del mismo con Pangu. En algunas mitologías, la eterna lucha entre el orden creador y el caos destructor supone un ciclo perpetuo de creación y destrucción que posibilita la vida de los mundos, los cuales son construidos y destruidos perpetuamente. De similar modo, el Western y su gran arquitecto, el realizador que dotó al género de modernidad y que reelaboró su discurso, John Ford, parecen afirmar que la violencia es necesaria para construir la buena civilización, idea que, de nuevo, nos viene a asegurar años más tarde este cineasta.


Considerada una de las grandes películas del Oeste, Pasión de los Fuertes, ya nos avisa con su título (una canción popular de los EEUU) que aborda un episodio debidamente interpretado en aras de la mitificación del salvaje Oeste, un acontecimiento recurrente para el género que encuentra aquí su versión más conocida (con permiso de Duelo de Titanes, 1957 y, por el "revival" surgido en los años noventa que originó dos nuevas producciones sobre el mito, Tombstone y Wyatt Earp) y reconocida para el aficionado al cine. La reputación de este filme, precursor de lo que se ha convenido en denominar como Western psicológico se genera, precisamente, por adelantar ciertas características propias de la madurez del género y por la indudable maestría formal de John Ford. Y es que cuando se hace referencia a la obra de este importante y prolífico cineasta, él mismo leyenda y mito de Hollywood, es necesario hacer hincapié, una vez más, en su profunda sensibilidad visual. Esta propuesta que supone el retorno de Ford al género al que tanto amó ("Me llamo John Ford y hago películas del Oeste", es una de sus célebres frases), una vez terminado su periplo como documentalista bélico, rezuma su sello personal en cada fotograma. Rodeado de muchos de sus colaboradores habituales y a partir de la adaptación de una exitosa novela biográfica sobre Wyatt Earp (personaje al que parece ser que el mismo Ford llegó a conocer), Pasión de los Fuertes contiene muchas de las cualidades del cine de Ford, realizador cuya trascendencia cinematográfica nadie pone en entredicho. Claves temáticas constantes como el peso de la familia, el amor o la amistad se dan cita aquí con las usuales composiciones pictóricas muy trabajadas y definidas por el uso del espacio mediante la distribución de los personajes y de los objetos en el encuadre, planos que otorgan una lírica a la imagen reconocible y plástica. De hecho, por momentos parece que Ford se centra en componer cuadros más que en hacer avanzar la historia o ligar una trama argumental sólida, si bien es cierto que la intromisión en el montaje de Darryl F. Zanuck puede incidir en el resultado final del film en otros sentidos, no es óbice para confirmar la mencionada querencia por la composición antes que por la narración. La sublimación del universo del tiempo pretérito opera a partir de la tenue excusa argumental que es la famosa confrontación en O. K. Corral, no siéndole necesaria ésta a Ford para exponer los usos y costumbres sencillos y cotidianos y pincelar un cuadro costumbrista impregnado de tierna melancolía. El ritmo pausado, que se detiene en sucesos corrientes aunque de profundo significado, domina la mayor parte de la narración si bien en ésta se introducen las dosis de acción y violencia inherentes al mismo género (persecuciones a caballo, el duelo final) y apoya la creación de una atmósfera de comunidad, exhalándose así, suavemente, una sensación de familiaridad que es transmitida con suma habilidad. ¡Qué duda cabe! la capacidad para trasladar el sentimiento de familiaridad, de llana colectividad, de que era capaz este director es palmaria, brillante y emotiva. Emoción que fluye etérea, sutil y delicada en el conjunto de esta propuesta que representa la colonización y la llegada de la civilización a un territorio bárbaro. El mito utilizado para simbolizar la cristalización del nuevo orden y la destrucción de las leyes salvajes que decretaban los sucesos hasta entonces. Sobre esto sólo cabe reparar en la antítesis de los dobletes de personajes: la prostituta y el doctor son vestigios del pasado, el flemático Earp y la aparentemente frágil pero decidida Clementine (civilización) son los pobladores cuyos hombros portan los valores de la nueva sociedad. El doctor (Victor "Cara de Piedra" Mature) y el "sheriff" emprenden viajes contrarios pese a presentar ciertos matices en su personalidad, acaso porque las experiencias vividas durante la II Guerra Mundial abran un período de reflexión en el cineasta, presagiando la complejidad de los caracteres del Western venidero y algunos de los temas concurrentes en éste así como en la ulterior filmografía "fordiana" (El Hombre que mató a Liberty Valance, 1962). El célebre tiroteo queda relegado a una condición secundaria, no se persigue la concepción de una tensión que lo prologue pese a que también actúa a nivel simbólico como catarsis ejemplar y diáfana. Para Ford aquello relevante es lo que acontece a diario a las personas corrientes y para expresar este fondo humano se sirve de su sensitiva habilidad a la hora de crear imágenes poéticas.

Alejado, quizá, de los estándares actuales este Western transcurre plácido y vaporoso como alegoría poética cargada de innumerables símbolos (desde la tantas veces citada escena del baile- sinónimo de la llegada de la  vida civilizada o de la inmersión del héroe en ella- hasta la contraposición de los barbudos Clanton (entre ellos, un irreconocible Walter Brennan* y un siniestro John Ireland) y los atildados Earp, otra manifestación del salvaje frente al civilizado) capturados en una impagable fotografía en clave baja de Joseph MacDonald (Ford insiste en sus espléndidos interiores y en ubicar la acción en el agreste desierto de Monument Valley), desarrolla dimensión reflexiva y psicológica en sus personajes siendo por esto antecedente inmediato del Western siguiente que ahonda en el héroe moral, y confirma la autoridad poética de la imagen de Ford, así como su pericia en captar la sencillez, cotidianidad y folclore de un pueblo. Se podrá estar más o menos conforme con los postulados ideológicos esgrimidos, gustará en mayor o menor grado el tono de la narración, pero Pasión de los Fuertes desprende un poso de buen cine y exhala una aura emotiva y humana como demuestra la destilación de momentos íntimos tan frecuentes, por otra parte, en el cine "fordiano" como el de la conversación que mantiene el personaje encarnado por un acertado e impávido Henry Fonda con la tumba de su hermano en la ficción. Un Ulises parco,  lacónico e íntegro que acepta la arribada de la nueva cultura que culminará la construcción de un país mediante el levantamiento de colegios e iglesias que actúen de difusores de las buenas nuevas (puede que el sentimiento del ser americano se encuentre aquí). La edificación de un lugar que huela a azahar en el que poder vivir felices lleva aparejada la descarga violenta para eliminar todo aquello que impida el adecuado cimiento de la obra "pero eso ya es otra historia".


* Un interesante juego cinéfilo que podría traer a colación esta película es determinar en cuántas producciones han participado el mismo Brennan y Ward Bond, sea en sus habituales roles secundarios o en otros papeles, más o menos principales e, incluso, sin acreditar.

Las imágenes se han encontrado en la Red tras búsqueda con Google y se utilizan exclusivamente con fines de ilustración. Todos los derechos están reservados por sus creadores.

4 comentarios:

  1. En mi opinión la mejor versión de la historia de Wyatt Earp, crepuscular, psicologica, opresiva...
    Otra magnífica reseña cinéfila tío, genial de veras.
    Saludos.

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    1. Bien, parece que te gusta más que el resto de aproximaciones al mito. Pues nada, toca revisitarla de vez en cuando, amigo Addison. Saludos "bloggeros".

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  2. Excepcional entrada. Yo estoy preparando una mucho más sencilla sobre otra cosa relacionada con My Darling Clementine. Ni que decir tiene que está entre mis Fords favoritos.
    Saludos
    Roy

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    1. Esperaba verle por aquí, Sr. Juez. Esperamos ese comentario con interés. Saludos.

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