29/11/12

El Abogado del Diablo


Guilty as Sin, Sidney Lumet, 1993, EEUU, Rebecca De Mornay, Don Johnson, Jack Warden.

Pieza menor de la interesante aunque irregular trayectoria profesional del director Sidney Lumet, algo así como el capitán del equipo de realizadores que desembarcaron en el cine a mediados de la década de los cincuenta después de haberse fogueado en el campo de la TV (John Frankenheimer, Martin Ritt o el mismo Sam Peckinpah, entre otros, configuran este grupo) y retorno a las películas de juicios que tan bien había demostrado dominar este cineasta ya desde su ópera prima (Doce Hombres sin Piedad, 1957), El Abogado del Diablo se queda en un ejercicio de suspense que puede llegar a entretener en su primer visionado pero que en sucesivos acercamientos se demuestra un "thriller" fallido. Y eso, pese a la presencia en la dirección de un tipo como Lumet


La originalidad de la propuesta estriba no en averiguar si el personaje de "playboy" encarnado por un justito Don Johnson ha cometido el acto criminal (nada más hay que leer el título original del film para resolver esta cuestión), sino que el meollo del asunto se focaliza en las relaciones que se establecen entre él y su abogada, una mujer joven, independiente y pagada de sí misma. Una ligazón tensa, con soterradas pulsiones sexuales, cuyo desarrollo debería sostener todo el andamiaje del relato para así provocar la respuesta emocional de angustia buscada en las películas de suspense y salvar la verosimilitud o la lógica de la narración. Nada más lejos de la realidad. Pese a que Lumet demostró a lo largo de su filmografía ser un notable director de actores, en esta ocasión las limitadas dotes interpretativas de la pareja protagonista y la inexistente química que surge entre ella, suponen un obstáculo insalvable para hacer progresar la ansiedad buscada. Johnson andaba por aquellos años intentando demostrar que era más que su célebre personaje televisivo de "Sonny" Crockett (algo que sí consigue en la interesante revisión del género "noir" firmada pocos años antes por Dennis Hopper, Labios Ardientes) y De Mornay disfrutaba de su etapa de mayor éxito tras el impacto en taquilla de su anterior película,  La Mano que Mece La Cuna, pero en esta función su trabajo se antoja primordial y no alcanza ni juntos, ni por separado, el nivel necesario. De cualquier manera, no todos los deméritos del resultado final son achacables a los dos intérpretes principales, más bien, el escollo que hace imposible el éxito de la empresa es el libreto de Larry Cohen -guionista, director y productor de amplio e irregular recorrido aunque con algunos títulos recomendables por uno u otro motivo- que se mueve en los terrenos de la manipulación y no consigue hacer salir a la narración de efectistas vericuetos en los que él mismo lo introduce, resultando, por tanto, muy inconsistente y forzado. Incapaz de construir los personajes de manera sólida, Cohen los despacha con una ambivalencia tramposa. No es de extrañar que el bueno de Lumet consiga un producto apenas entretenido apoyado en su experiencia y habilidad, las cuales le permiten  insuflarle el hálito rítmico necesario al desarrollo dramático de la narración en determinados momentos (pocos) . 

No obstante todo lo antedicho, El Abogado del Diablo despliega un cuidado diseño de producción, firmado por el habitual colaborador de Lumet, Philip Rosenberg, deja escuchar una atractiva partitura de Howard Shore y seguro que agrada a la ingente cantidad de seguidores con los que cuenta el subgénero del cine procesal, tan en boga en la fecha de realización de esta película que, aunque esté alejada del testamento cinematográfico de Sidney Lumet (Antes que El Diablo sepa que has muerto) o de sus mejores obras  en cuanto se refiere a parámetros de calidad, puede ser una opción válida para una tarde (o noche) en la que se pretenda pasar el rato. ¿ Por qué no?.


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27/11/12

Roma, Ciudad Abierta


Roma, Città Aperta, Roberto Rossellini, 1945, Italia, Aldo Fabrizi, Anna Magnani, Marcello Pagliero.

La revolución artística que supuso el movimiento surgido en Italia en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial conocido como Neorrealismo, claro y contundente en y desde sus presupuestos estilísticos y políticos, encuentra en esta película su hito fundacional. Roma, Ciudad Abierta es ya por esto una obra de singular relevancia para  la historiografía cinematográfica dada la influencia que la citada corriente ha ejercido desde su aparición en multitud de cineastas de diferentes latitudes y que se puede rastrear con relativa facilidad en la Nueva Ola francesa, el Free Cinema británico o el Cinema Novo brasileño. Estamos ante la génesis del Cine Moderno, praxis cinematográfica en la que podemos situar al Neorrealismo italiano, meridiano exponente de cine de vanguardia realista que supone una ruptura respecto a las expectativas buscadas por la audiencia clásica en el cine normativo, siquiera sea por exponer el drama de las cotidianeidades diarias a las que se enfrenta el pueblo sencillo. Pero, además, esta temática contemporánea sobre la problemática social de la posguerra viene forjada con abierto compromiso político y fuerte conciencia moral. El renacimiento artístico del cine italiano parte de unos postulados estéticos e ideológicos, políticos y artísticos, antagónicos con el cine promovido por el régimen fascista (producciones épicas históricas de las que se puede extraer una lectura pro-gobierno, aparentemente "inofensivas" comedias de costumbres -el denominado "cine de los teléfonos blancos"- o filmes de propaganda que apoyan abiertamente las bondades de la dictadura son los que se exhiben en la cartelera de aquellos tiempos en el país transalpino), frente a la grandilocuencia y ampulosidad se apuesta por la sencillez y el naturalismo. El Neorrealismo supone para el cine italiano un viraje, quizá provocado por la escasez de medios de la industria cinematográfica del país, hacia personajes humanos que se deslizan por escenarios naturales, una mirada a la realidad sin revestirla de sentimentalismo alguno aunque, eso sí, sus ficciones se construyen con un guión trabajado como es el de Sergio Amidei y Federico Fellini (por cierto, nominado en la ceremonia de los Oscar norteamericanos) para esta Roma, Ciudad Abierta, unos libretos detrás de los cuales encontramos en muchas ocasiones a los teóricos de la revista Cinema. En definitiva, en contraposición al cine fascista caracterizado por su exagerada puesta en escena y una representación falsa de un mundo ideal, el Neorrealismo plantea unos relatos en los que se aboga por mostrar el miserable presente de la sociedad italiana y no se rehuye narrar los crueles hechos recientes impresos en la conciencia colectiva del pueblo. Las historias y personajes que las pueblan se dan en un universo real perfectamente definido en los planos espacial (Roma y/o Italia) y temporal (II Guerra Mundial y su posguerra) y se centran en el drama del pueblo llano que se desarrolla siempre evitando el sensacionalismo, a través de un protagonismo coral.


Obra seminal del Neorrealismo y símbolo de esta corriente, Roma, Ciudad Abierta hace de la necesidad virtud, algo que se puede generalizar a la práctica totalidad del cine italiano de posguerra debido a la desorganización y desmantelamiento de la industria cinematográfica de aquel país, paisaje en ruinas ejemplificado en la conversión de los grandiosos estudios de Cinecittà en campo de refugiados, pero que, por otra parte, posibilitó como el propio Rossellini reconociera años más tarde, la existencia de un clima creativo en el que se disponía de mayor margen de maniobra para la experimentación. Los pocos medios con los que se contaba a la hora de afrontar el rodaje de cualquier película provocaron la filmación en localizaciones naturales con iluminación generada de manera rudimentaria y la imposibilidad de alquilar equipos de grabación no permitía trabajar con el sonido, circunstancias que, evidentemente, marcan el nacimiento y desarrollo del cine neorrealista. Las vicisitudes que devinieron durante el rodaje de Roma, Ciudad Abierta inspiraron al escritor Ugo Pirro para escribir su novela Celuloide, adaptada al cine por Carlo Lizzani con título homónimo a mediados de la década de los noventa, y dan cuenta, igualmente, de la situación por la que atravesaba el cine italiano de la época. La depauperada situación social y la escasez de medios técnicos son utilizadas como mecanismos de ruptura cinematográfica pero también como herramientas para lograr la  necesaria transformación social. El camino hacia esta se alcanza con el compromiso político-social de todos (curas, mujeres y niños también deben formar parte activa de esta nueva sociedad) como queda explicitado a lo largo del film, en una afirmación de los postulados de unidad política defendidos por el nuevo gobierno del democristiano De Gasperi. Sobre la fractura respecto a las convenciones fílmicas cabe destacar que en Roma, Ciudad Abierta no se producen de una manera radical, sino que se recurre a ciertos elementos normativos de implicación sentimental para el espectador tales como el carácter maniqueo y la presentación de personajes prototípicos. Este apoyo en las tensiones propias del cine normativo no implica evitar el alejamiento de sus postulados y confirmar la irrupción de otra manera de filmar, en este caso filtrada, paradójicamente, por la experiencia de Rossellini en el cine documental de propaganda fascista. Se puede constatar que el realizador consiguió dotar al conjunto de Roma, Ciudad Abierta de un tono cercano al documental beneficiándose de su trayectoria profesional anterior y que amplifica la impresión de realidad de lo mostrado en pantalla. La conclusión del relato dominada por la iconografía cristiana y fiel testimonio de la cruda realidad de la guerra, demuestra la voluntad de certificar la dura realidad y en su postrera imagen abre la esperanza, reafirmando la importancia del compromiso político y de la necesaria actividad de todos los miembros de la sociedad en la lucha por la liberación de la ocupación Nazi y reconstrucción del país. Rol activo que, como la viuda Pina y el cura Don Pietro (la racial y carismática Ana Magnani y el divertido Aldo Fabrizi que aporta asueto en el drama con sus toques de humor, ambos magníficos y los dos cómicos provenientes del teatro de variedades) todos deben desempeñar de manera ineludible, unidos en un objetivo común.


Película inaugural del Neorrealismo y, en consecuencia, de gran trascendencia en la evolución del cine que debe ser visitada por el cinéfilo que se precie de serlo. Para el recuerdo escenas imborrables e impactantes como la de la carrera de la pasional Pina tras el camión que transporta a los hombres detenidos o la que muestra la silla vacía en el campo preparada para un último acto brutal y apuntada queda la posibilidad de abrir un juego cinéfilo en el que analizar las similitudes que este film guarda con el no menos celebérrimo y excelente de Fritz Lang, M.

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18/11/12

Johnny Guitar


Johnny Guitar, Nicholas Ray, 1954, EEUU, Joan Crawford, Sterling Hayden, Mercedes McCambridge.

Unos sencillos títulos de crédito de letras amarillas sobre un fondo de rabioso azul abren esta excepcional  película, obra personal de uno de los realizadores, podríamos decir "malditos", del Hollywood de la posguerra, Nicholas Ray, cuya trayectoria profesional quedó marcada por su carácter que lo impelió a librar constantes disputas con los productores y lastrada, al fin, por problemas de salud, circunstancias que no le impidieron crear filmes de la magnitud y relevancia del que nos ocupa. "Western" atípico recibido con cierta tibieza por la crítica en el momento de su estreno Johnny Guitar goza de enorme y justo prestigio desde su revalorización y entronización por miembros de Les Cahiers du Cinéma como Godard o Truffaut, apóstoles de la Nueva Ola francesa. Película de intensa emoción, acerada con diálogos memorables y una puesta en escena más que brillante que revela el poderoso universo visual de un cineasta personalísimo Johnny Guitar debe ser de visión obligada para cualquier persona que se declare aficionada al cine, sin más, así son las cosas. Los primeros tres cuartos de hora del film que acaecen en, prácticamente, un único escenario, son antológicos y en ellos se consigue tejer la estructura dramática del relato mediante una planificación asombrosa en la que cada gesto, cada mirada, cada movimiento de los actores se revela fundamental para dar a conocer el interior de los personajes. Asimismo, la disposición de los objetos y de los propios caracteres y el tipo de plano escogido para mostrarlos nos descubren cómo son y cómo se comportan y las relaciones que mantienen entre ellos. Todo un compendio de lo que debe ser el cine (puro cine). La tensión que se siente y respira en esta primera parte de la película queda imborrable en la memoria del buen aficionado al arte cinematográfico.

Extraña y sensible pero poderosa y fascinadora esta balada de amor trágico merece su estatus de obra de culto. Impregnado de un enigmático halo romántico este poema de pasión cromática cuenta con un elemento inexplicable que yace en algún lugar y que lo eleva a esa condición de tesoro de la cinematografía. La belleza plástica y formal se completa con la espléndida concepción de las escenas y los elementos que integran estas se disponen de manera coherente a aquella, alcanzando a expresarse a través de la extraordinaria puesta en escena  para conseguir una cualidad de doliente lirismo en el conjunto. Esta sensación queda amplificada por la melancólica melodía que se repite en la partitura de Victor Young, coronada con el estupendo tema central cantado por Peggy Lee que se convierte, además, en motivo extracinematográfico. No obstante, estos indudables valores del filme no consiguen explicar el tuétano de la cuestión, así como tampoco queda resuelto el asunto reconociendo el fantástico uso del color cargado de simbolismo que se plasma a través del guardarropía y de la paleta cromática de la que se hace gala por parte del operador Harry Stradling con el estridente Technicolor barato que utilizaba la Republic (la más rica de las productoras agrupadas bajo la denominación Poverty Row pero que en sus años de esplendor también lanzaba películas de mayor presupuesto como esta), el Trucolor. Tampoco considerar el cariz sociopolítico de la obra y reconocerla como alegoría de la Caza de Brujas acontecida en Hollywood e iniciada en 1947 oficialmente y en la que algunos componentes del equipo se vieron inmersos aporta la solución.  Respecto a  esto, el caso más significativo es el del actor que incorpora al vaquero armado de guitarra, Sterling Hayden, cuya condición de antiguo miembro del Partido Comunista y su participación en el Comité de la Primera Enmienda, creado como medio de apoyo a los 19 profesionales que se opusieron desde un primer momento a las actuaciones que la Comisión de Actividades Antiamericanas comenzó a realizar en Hollywood en el año indicado, no le impidió delatar durante su comparecencia, desarrollada el 10 de Abril de 1951 ante dicha Comisión , a varias personas, testimonio del que, según confesó en su autobiografía, se arrepintió durante toda su vida. El uso de las convenciones del "Western" que opera Nicholas Ray para proyectar su visión personal sobre ciertas cuestiones capitales en su filmografía (la soledad, los "outsiders") trasciende al mismo género e, incluso, llega a subvertir los patrones de género hombre-mujer, convirtiéndose Johnny Guitar en una película tildada como feminista y, desde luego, matriarcal (véase el arquetípico duelo final) pero a la que el inconformista realizador puebla con sus característicos anti-héroes que deben sobrevivir en una sociedad violenta y podrida por el odio, la codicia y el miedo. Sin duda, Ray es un director que sobrepasa el terreno del género al que se aproxima para crear obras personales.


El aquelarre en pleno apogeo. La caza se ha desatado.
Si la parábola "antimaccarthysta" no quedara clara con la abrumadora iconografía desplegada (cuyo cénit podría ser el plano en el que se muestra la cara extasiada de una estupenda Mercedes McCambridge, que incorpora a una menuda y feroz bruja llena de odio, terrateniente dominada por el miedo a vivir y que se deleita, en el momento referido, en pleno aquelarre al salir del local regentado por su enemiga, el cual comienza a arder con el incipiente fuego que se vislumbra al fondo) y las referencias sexuales no quedaran apuntadas sutilmente a través de los dos antagónicos personajes femeninos (una no duda en utilizar el sexo en beneficio propio y la otra es presa de la más dura represión sexual, y, aún más, muchos pretenden concluir una lectura "freudiana" en el relato) para conceder una visión todavía más profunda a esta singular película, estaríamos, aún así, ante una obra brillante y de una extraña belleza que cautiva al cinéfilo de pro, un ejercicio de cautivador poder sensitivo. La asombrosa precisión en traducir en imágenes cinematográficas las preocupaciones vitales de su director, expresadas en la prodigiosa puesta en escena por la que cualquier detalle cobra significación a la hora de interpretar el mundo presentado, para conocer los personajes y las tensiones, vínculos y emociones que se establecen entre ellos, el uso barroco del color, el simbolismo de objetos, movimientos, situaciones espaciales, miradas, ropas y de cualquier detalle, la alteración del rol de género, la lectura política y social, la desconsolada melodía que acompaña el devenir del relato y, por supuesto, los diálogos inolvidables...y algo indescifrable hacen de esta película una propuesta ineludible de conocer.


Allí abajo tenéis whisky y juego. Aquí arriba solo conseguiréis un balazo en la cabeza.
Es imposible por su cercanía temporal no recordar cuando se ve Johnny Guitar otro desacostumbrado "Western" que rodara un par de años antes Fritz Lang, titulado por estos lares Encubridora, y en el que, como aquí, el papel protagonista recae en una estrella del firmamento "hollywodiense" de los años 30. Si los vaqueros que cometían fechorías se refugiaban entre las faldas de Marlene Dietrich en la historia narrada por  el director de origen europeo, aquí se las tienen que ver con Joan Crawford que encarna a una mujer valiente e independiente, como era habitual, aunque desestabilizada por un encuentro amoroso. Y es aquí en lo que la mirada febril y romántica de Ray desprende su pesimismo ya que los personajes en Johnny Guitar quedan marcados por las huellas de su pasado y enfrentados con las poderosas fuerzas del destino, enlazándose con el espíritu del cine negro este insólito "Western" melodramático. Un "Western" que sigue los códigos del género para atravesarlo y se permite la inclusión en su reparto de actores asiduos al mismo (Frank Ferguson quien, por cierto, también interviene en Encubridora, Ernest Borgnine y Ward Bond, entre otros). No solo por el aspecto de la presencia de una actriz de la enjundia de la Crawford (o de la Dietrich) a la cabeza del reparto se provocan remembranzas entre estos dos inusitados "Westerns", sino también desde la vertiente musical de ambos se pueden comparar, si bien en este caso, para delimitar diferencias. Esto es así porque en Encubridora se recurre a una canción central como recurso para hacer avanzar la narración, contrariamente a la utilización melódica presente en el filme de Ray del tema principal que podríamos describir como embrión de la que Michel Chion denomina "unrelated score" (es decir, una partitura constituida por un fragmento sin relación con la acción) explicada por la llegada de la música popular al cine a mediados de la década de los cincuenta y que culmina con la composición de música para ser oída y retenida con independencia del filme en la década siguiente.



Tras la referencia cuasi-obligada al film de Lang, solo cabe confirmar la condición de obra maestra y memorable de la película de Nicholas Ray, que despliega escenas tan maravillosas y celebradas como la del encuentro nocturno entre Vienna y Johnny o la de la intromisión del grupo ataviado de negro comandado por la iracunda Emma en el salón de Vienna mientras esta toca el piano vestida de inmaculado blanco. Obra mayúscula de la cinematografía mundial aunque en su segunda mitad se confirma que su director transfería el carácter emocional que poseía a las películas que realizaba, algo que repercute en la manera en la que hace avanzar el relato, a base de fragmentos, de golpes, que no impiden observar, por una parte, una unidad dramática y "existencial" en ellos pero, por la otra, realzan las dotes que este personal cineasta tenía como pintor y delineante sobre las que detentaba como narrador. Nicholas Ray es un verdadero autor y Johnny Guitar es una película magnífica.




Johnny: ¿A cuántos hombres has olvidado?

Vienna: A tantos como mujeres tú recuerdas.

Johnny: ¡No te vayas!

Vienna: No me he movido.

Johnny: Dime algo agradable.

Vienna: Claro. ¿Qué quieres que te diga?

Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.

Vienna: Te he esperado todos estos años.

Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.

Vienna: Habría muerto si no hubieses vuelto.

Johnny: Dime que aún me quieres como yo te quiero.

Vienna: Aún te quiero como tú me quieres.

Johnny: Gracias, muchas gracias.

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4/11/12

Los Niños del Paraíso


Les Enfants du Paradis, Marcel Carné, 1945, Francia, Arletty, Jean-Louis Barrault, Pierre Brasseur.

Considerada en la actualidad como una de las mejores películas francesas de todos los tiempos por unanimidad de la crítica especializada Los Niños del Paraíso es una nueva colaboración del tándem formado por el realizador Marcel Carné y el poeta y guionista cinematográfico Jacques Prévert, dúo que ya había alumbrado títulos tan significativos como Le Jour se lève con anterioridad a esta producción legendaria, también, por las dificultades a las que estuvo sujeta por su rodaje en plena ocupación Nazi de Francia. Superadas estas, que incluyeron desde fenómenos naturales como una tormenta que destruyó parte de los decorados, la fuga de un actor colaboracionista con los alemanes o la huída de los co-productores italianos  que iban a financiar parte del proyecto, amén de otros obstáculos relacionados con la ideología nacional-socialista (el creador de los decorados, el gran Alexandre Trauner, y el músico Joseph Kosma participaron en el filme desde la clandestinidad debido a su origen judío), el resultado final descolla por un fastuoso diseño de producción que incluye una majestuosa reproducción del Boulevard du Temple del París de 1830, poblado con miles de extras para la ocasión, por supuesto, todos ellos ataviados con su correspondiente vestuario: una visión plasmada en la pantalla que hace olvidar los escollos que se tuvieron que sortear para ofrecerla. Esta extraordinaria recreación no solo de ropa y peinados sino también de ambientes alcanza su cota en las escenas de la abarrotada calle citada en la que se localizaban, en la época por la que transcurre la acción de  la película, numerosos teatros y cafés que la convertían en un hervidero para la diversión y punto de encuentro de multitud de habitantes de la urbe parisina. Sin duda, la película captura el alma popular de esta  avenida, conocida con el sobrenombre de Boulevard du Crime por el tipo de representaciones teatrales que se ofrecían.


Sin embargo, Los Niños del Paraíso despliega virtudes de mayor enjundia canónica y que pueden explicar mejor el rango con el que se la considera. No me refiero al componente simbólico que pudiera tener, muchos ven en el personaje encarnado por la excelente y cautivadora Arletty un trasunto de la Francia ocupada, por ejemplo, sino a la rica y compleja textura de los personajes y las relaciones que se imbrican entre ellos, a los literarios diálogos escritos por Prévert y a la exposición que se hace del amor y sus diferentes tipos y formas en el milimétrico guión escrito por este autor. Sin olvidar el sincero homenaje que supone esta película al arte del teatro y del que podríamos concluir, parafraseando a aquel célebre dramaturgo del XVII, "la vida es teatro...". La oda al teatro pretendida se corrobora con la inclusión en el título del film de nuestro "Gallinero" (los franceses lo conocen como Paraíso) aunque este vocablo también hace referencia a los mismos actores cuando se encuentran en el proscenio. Precisamente, esta intersección de la vida real (de los personajes) con el drama teatral supone teñir el desarrollo de la obra con un aura onírica que la domina hasta causar una especie de sensación de irrealidad o fantasía, característica que ayuda a insertar esta propuesta como uno de los grandes ejemplos del realismo poético, tendencia o movimiento que intenta plasmar la realidad, siempre marcada por el destino, dotando a los elementos que la integran de propiedades que trascienden lo material y atendiendo a las cualidades estéticas de su representación. En este sentido, la artificialidad en la búsqueda de la belleza y el carácter literario dominante chocan con los presupuestos que años más tarde se defendieron por los jóvenes que protagonizaron el siguiente gran seísmo del cine francés, conocido como Nouvelle Vague. La estilización visual perseguida consigue ejecutarse a través de una brillante puesta en escena pero quizá sea una de las causas por las que la película destila ciertas dosis de frialdad. Como botón de muestra valga la escena conclusiva de la historia sesgada por la poca identificación creada con los personajes a lo largo del desarrollo de esta.

La falta de calidez del producto no impide constatar que el relato se despliega con un ritmo adecuado y que la complejidad y riqueza de personajes, relaciones y situaciones lo hacen avanzar de manera amena y agradable, sin hacernos recordar su larga duración (la película está dividida en dos partes, debido a la orden de la autoridades que limitaban a hora y media el tiempo máximo de las producciones, y supera las tres horas en total). Sin olvidar esas posibles referencias políticas mencionadas más arriba y haciendo hincapié en la profunda descripción de ambientes y situaciones expresada mediante la notable puesta en escena, es parada obligatoria aludir al cariz romántico, que no sentimental, del relato. En el centro del mismo se instala la cortesana Garance, flor misteriosa y libre y a su alrededor gravitan cuatro hombres que encarnan diferentes modos de amar, un criminal misántropo pero íntegro o consecuente consigo mismo, un sensible e idealista mimo, un narcisista y vividor actor y, por último, un violento y clasista aristócrata ejemplarizan la idealización de este sentimiento, muestran su vertiente posesiva y/o mercantilista o su consideración como juego. El amor que puede guardar varias formas como las de imposible o rechazado queda retratado y expuesto en  este drama humano disfrazado de gran producción "de estudio".

Un film mítico por su intrahistoria marcada por su elaboración bajo el Régimen de Vichy y por su calidad técnica cinematográfica pero que adolece de frialdad emocional y del que se puede disfrutar en una reciente restauración, adquirible vía Internet, no editada aún por estos lares. Una película que se basa en personajes reales de la primera mitad del siglo XIX (Jean-Gaspard Deburau fue un célebre mimo, Frédérick Lemaître cosechó gran éxito como actor de teatro y Pierre François Lacenaire cobró fama por la defensa que hizo de su carrera criminal y le sirve a Prévert de inspiración como el envenenador, pintor, dibujante y escritor Thomas Griffiths Wainewright les aprovechara a Dickens y a Wilde unos cuantos años antes) para desarrollar una profusa riqueza en sus caracteres y en sus emociones, en sus relaciones y comportamientos, elementos que dotan al filme de la compleja textura que atesora y que añadidos a su diseño de producción pueden explicar su tremendo éxito de público en el momento de su estreno en la Francia recién liberada. La lectura de sus posibles observaciones políticas queda en manos del espectador pero sin duda podría ser otro ingrediente más a tener en cuenta a la hora de degustar el filme y a unir a todos los méritos apuntados aquí y a otros como es la estupenda interpretación del elenco comandado por Arletty y Jean-Louis Barrault, quien, parece ser, tuvo algo que ver en la gestación del proyecto.



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