27/12/12

Los Mejores Años de Nuestra Vida


The best years of our lives, William Wyler, 1946, EEUU, Myrna Loy, Fredric March, Dana Andrews.

La película que puso fin a la colaboración que durante una década llevaron a término el productor Samuel Goldwyn y el reputado director William Wyler, dúo que fue capaz de gestar películas sobresalientes ( Desengaño ), otras más o menos interesantes ( Calle sin Salida ) y algunas tan reconocidas como Cumbres Borrascosas, supuso un espectacular éxito de público en un momento en el que las producciones bélicas estaban ya en desuso por su escaso interés comercial para los estudios. Claro que la vuelta de tuerca por la que el arco argumental se centra en las dificultades que tienen que afrontar los veteranos de la II Guerra Mundial en su retorno a la vida civil separa a esta producción de las ficciones sobre la guerra propiamente dichas. Una temática valiente y a la que Goldwyn se quiso aproximar tras leer un artículo en una revista que, posteriormente, el corresponsal de guerra Mackinlay Kantor se encargó de publicar como libro. Material que sirvió de base para que Robert Sherwood construyera un milimétrico y sólido guión que sirve como caparazón a esta honesta adaptación cinematográfica en que se conforma Los Mejores Años de Nuestra Vida. El inusual acercamiento a las vicisitudes de la re-adaptación de los soldados, una vez firmado el armisticio que concluyó la contienda citada, reventó las taquillas como ninguna película lo había hecho desde Lo Que El Viento Se Llevó y se alzó con un buen puñado de galardones Oscar, entre ellos los de Película, Director, Actor, Actor de Reparto y Guión, en pleno proceso de reconversión de una economía de guerra a otra de paz en los EUA, período dominado por el aumento del paro y cierto descontento popular derivado del crecimiento de los precios y la inflación, entre otros factores.

La exploración realista de los efectos psicológicos, sociales y físicos que la vuelta a casa genera en los ex-combatientes queda personalizada en el trío protagonista con finura de trazo y mediante un sentido naturalista al que sin duda ayuda la representación, ya desde el inicio, de estos protagónicos como tipos medios que viven en una ciudad media. Este tratamiento otorgado a los caracteres despierta nuestro interés hacia ellos para seguirlos con facilidad en las cerca de tres horas de metraje. Las implicaciones que para ellos, sus círculos cercanos y la sociedad en general resultan de su regreso al hogar se retratan a través de una puesta en escena detallista, dirigida con clasicismo por Wyler, cuya elegancia formal queda demostrada una vez más, y en la que la magnífica labor del operador Gregg Toland desempeña un papel relevante. El uso del espacio a través de la profundidad de campo y el impecable trabajo con la iluminación se combinan con los encuadres ora virtuosos ora funcionales para corporeizar el trabajado libreto de Sherwood. Un texto que pone en solfa cuestiones políticas y sociales avanzadas a su tiempo (sexuales, sobre la energía atómica) u otras aún hoy controvertidas (fanatismo ideológico) y que da un barniz liberal al asunto para entroncarlo con el cine progresista norteamericano cuyo crecimiento fue cercenado de manera irremisible ya al año siguiente por la inquisición política de las huestes "maccarthystas". El heroísmo o el patriotismo emblemáticos se dejan a un lado para abordar materias cotidianas de la sociedad como el desempleo, el alcoholismo o el adulterio. En la mirada que se ofrece de los personajes y sus emociones, uno traumatizado por la guerra, otro que se siente desamparado por los cambios acaecidos en su ausencia, no se atisba idealismo, más al contrario, el perfeccionista Wyler, cuya propia experiencia en época de guerra como documentalista pudo servirle de acicate empático para con los ex-soldados, nos muestra de manera cabal las dudas y las preocupaciones, las ansiedades y angustias de estos individuos cuando retornan a sus hogares. Tampoco hay que olvidar que estamos ante un producto comercial que acompaña esta reflexión sobre el desencanto con las alegrías y esperanzas necesarias y la consiguiente sub-trama romántica. No obstante, estamos ante una  muy honesta propuesta de cine comercial. El resultado obtenido es muy sentido a nivel dramático y la carga emocional de algunos momentos fluye con poderosa naturalidad y sensibilidad exquisita. Una madurez impecable es el valor que subyuga el filme para comunicar y exponer las taras físicas y psíquicas que padecieron los veteranos norteamericanos en lo que se llega a convertir para algunos de ellos en un nuevo y duro frente de batalla.


El aspecto social del filme queda complementado con su vertiente comercial que amén de sus aliviaderos dramáticos (el humor con el que se llega a desarrollar la dipsomanía de uno de los protagónicos, la susodicha impuesta relación sentimental que, aún así, nunca cae en el almíbar) se puede personificar en el elenco por el que desfilan la gran Myrna Loy (una estupenda actriz cuyo dominio del tiempo cómico es superlativo), Fredric March (un intérprete de una pieza), el romo Dana Andrews, la grácil y vivaracha Teresa Wright, la voluptuosa Virginia Mayo (demostrando que podía ser más que una foto de portada de revista), la delicada y guapísima Cathy O'Donnell (en su primer papel de peso) y el veterano mutilado de guerra Harold Rossen (un actor no profesional que se alzó con dos Oscar por este rol: uno honorífico y otro como Mejor Actor de Reparto). A estos hay que añadir secundarios tan carismáticos como Gladys George, Steve Cochran o el músico Hoagy Carmichael. Una constelación que Wyler haciendo honor a su fama supo conducir hasta unas brillantes actuaciones.

En definitiva, la crónica de las dificultades de la desmovilización firmada por Wyler, que cuenta con la inestimable ayuda de Toland en la fotografía y de Daniel Mandell en la edición para trasladar a la pantalla el  guión trenzado con esmero por Sherwood, se beneficia del instinto de Goldwyn para consolidarse como un clásico imperecedero y es, además, unas de las pocas películas que pone el dedo en la llaga en el momento en que ésta está en carne viva. Las secuelas somáticas (pérdida de miembros), emocionales (estrés traumático, pavor e inseguridad frente al cambio producido en la ausencia, comprobación sobre el tiempo que no se puede recuperar) y sociales (falta de trabajo que conduce a exclusión social) que sufren los protagonistas se revelan, en ciertas escenas, con ternura e intimidad sobrecogedoras en una cuidada producción. Cine comercial con cierta tendencia social elaborado con integridad.


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19/12/12

León, El Profesional


Léon, Luc Besson, Francia, 1994, Jean Reno, Nicole Portman, Gary Oldman.

Que duda cabe que Luc Besson, para muchos el cineasta francés más "hollywoodense" y uno de los prohombres del cine de acción contemporáneo, concibe de manera particular su manera de hacer cine al que, en consecuencia, dota de un estilo personal en el que el envoltorio visual cobra cierto protagonismo sobre otras consideraciones. Esta historia que podría funcionar como continuación de la temática expuesta en Nikita, éxito que lo catapultó a la fama mundial, no supone una excepción a lo apuntado aunque con matices. La hipérbole violenta se amplifica en un ejercicio estilizado dominado por primerísimos primeros planos, encuadres forzados y un montaje vertiginoso, entre otras características, que depende del posicionamiento en el que se sitúe el espectador a la hora de enfrentarse al film actuarán como elementos de atracción o de repulsión hacia éste. Pero, sin duda, la audiencia no se mantendrá impasible. Y menos cuando consideremos la naturaleza de la relación que se dispone en el centro del relato que puede resultar ciertamente escabrosa para muchos por su posible carácter pedófilo y amoral. Una atrevida, incómoda y polémica apuesta que, evidentemente y dada su dificultad, nunca acaba de funcionar como eje vertebrador de la narración o como catalizador de la misma. Aún con esta relación difícil y absolutamente disonante por cuestiones morales (y sexuales) en su seno, el desembarco de Besson en los USA cosechó un atronador éxito de público. También es cierto que de ese vínculo que se establece entre la niña impúber y el lacónico asesino a sueldo se genera una sensación romántico-emocional que no permite acusar al film de no poseer sustancia ya que esta emoción se enhebra a partir de un efectivo despliegue de estereotipos (el mismo profesional, el malo "malísimo" y desquiciado) y por contraposición al mundo violento y sórdido en el que les ha tocado desenvolverse a sus dos integrantes.  En la emotividad transmitida aparece subyacente cierto lirismo que consigue crear una aura de fantasía en el conjunto, algo a lo que también colabora la simbiosis que opera en ocasiones entre la imagen y la música del colaborador habitual de Besson, Éric Serra. Y hecho magnificado por la irrealidad en que se incurre por permitir el director que el espectador vislumbre el artificio fílmico, negando el principio de suspensión de la incredulidad por activa en una arriesgada y, desde luego, singular apuesta cinematográfica. En este sentido, la historia escrita por el propio Besson discurre en el alambre de la implausibilidad, sin preocuparse por la verosimilitud de lo narrado. Acaso el realizador prefiere socavar la delicadeza del material tratado con esta solución y se propone contar un cuento urbano contemporáneo en el que la poética fluye incluso con referencias metacinematográficas explícitas en mayor o menor medida (Louise Brooks, Gene Kelly). Sea como mecanismo de defensa para no traspasar la línea moral que supone ocuparse de temas como la formación como asesina profesional de una niña pre-adolescente u otros igualmente controvertidos pero velados en el argumento, o como herramienta para tejer una reflexión más o menos profunda sobre la soledad, la incomunicación y la amistad (o el amor), en esta oposición a suspender la incredulidad radica gran parte de la atracción de la propuesta. En León, El Profesional la participación del espectador en el artificio ayuda a construir una mitificación del cliché (el profesionalismo e implacabilidad del asesino en su trabajo) que lejos de explotarlo permite una efectiva inmersión en la narración cuyos límites se confunden con el género negro por la incorporación de ciertos elementos inherentes a éste como lo son el que el protagonista siga un férreo código de conducta propio, además de descubrirse como un ser vulnerable al que se le abre la posibilidad de redención en el clásico refugio del género negro (el viaje/huida hacia otro territorio, normalmente Méjico) o la extraña ligazón que acaba uniendo a la pareja protagonista la cual los sostiene en el mundo mísero, corrupto y podrido habitual de las ficciones criminales. Lástima que esa acentuación del estereotipo que desemboca en la mitificación cuasi-poética en los mejores momentos de la película acabe, en otros, en una parodia cuya funcionalidad dramática no está nada clara.



Un trepidante y prometedor inicio, rodado con habilidad y tensión negando el espacio, y una conclusión salvaje que toma la forma de hiperbólica locura, suponen las escenas de máxima acción del metraje. Entre la brutal presentación y el  furioso desenlace, ambas notables en su ejecución, comprobamos los intentos de Besson por insuflar vida a una difícil (y escandalosa) historia, esfuerzo que en el mejor de los casos provoca emoción en el espectador pero que la mayoría del tiempo avanza sin profundidad o, mejor, sin rumbo determinado en las cenagosas aguas por las que navega. La naturaleza del material resulta al final peligrosa y errores garrafales e inexplicables en la linealidad temporal del relato, como el regreso de la chiquilla a casa, deben ser tenidos en cuenta pero, a pesar de ello, quedan aspectos muy interesantes en la concepción y ejecución de las escenas de acción (diferente a la habitual del cine americano) o en la mirada devota plena de admiración que se otorga al estereotipo, de tal forma que combinados con el estilizado y personal trabajo de cámara y de montaje de Besson, apoyándose en  la labor del operador Thierry Arbogast y en la de la editora Sylvie Landra, y el cuidado en el diseño de producción, amén de un sólido elenco actoral en el que destaca la debutante Natalie Portman que acomete de manera arrolladora su rol de infante de descarada personalidad (y sin obviar la llamativa encarnación que hace un sobreactúado Gary Oldman de uno de los villanos más famosos de la historia del cine), se puede colegir que León, El Profesional dejará más satisfecho al aficionado al cine en general que al seguidor de las películas de acción propiamente dichas, siempre y cuando aquél valore la propuesta estética tan definida que se le ofrece y sea capaz de mantener su mente abierta hacia ella o cuando menos, la prepare para adentrarse en un terreno alejado de los patrones clásicos. Sobre este particular, esta apuesta del cineasta francés Luc Besson bebe de las fuentes primarias sobre  las que deja patente que guarda cierta veneración aunque las desenvuelva de manera distinta y en un campo de juego tan diferente como es el de la acción y en el que todo queda supeditado a una buena dosis de vacuidad que posibilite disfrutar de explosiones, tiros y demás sin más pretensiones por parte de los incondicionales de este tipo de cine del que, por cierto, este realizador es uno de sus mayores animadores en la actualidad, sea como director, guionista y/o productor. Pero en el inicio de su filmografía encontramos esta pieza que, sinceramente, trasciende, o al menos lo intenta y por momentos lo consigue merced a su efectiva capacidad de emocionar, el campo de la acción al que parece acotada.



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14/12/12

El Desvío


Detour, Edgar G. Ulmer, 1945, EEUU, Tom Neal, Ann Savage, Claudia Drake.

Pocas películas han logrado capturar y plasmar de manera tan demoledora la extraña y poderosa influencia que ejercen los inescrutables designios del destino sobre el devenir de los hombres como esta obra rodada bajo los parámetros de la pura serie B por el realizador de origen centroeuropeo Edgar G. Ulmer, un tipo acostumbrado a moverse en el territorio de las compañías recogidas bajo la denominación Poverty Row (aquellos estudios cuya producción la constituían filmes baratos protagonizados por actores desconocidos) por necesidad ya que, al parecer, un asunto de faldas lo abocó a trabajar en los márgenes de la industria "hollywoodiense". Sea como fuere, este cineasta consiguió sortear la escasez de presupuesto con el que contó en la mayoría de sus películas para alumbrar algunos productos tan interesantes como este y alcanzar un estatus de director de gran prestigio para la crítica especializada así como también para el cinéfilo de pro. En esta ocasión no podía ser de otra manera y encuentra soluciones brillantes e ingeniosas a la carencia de medios que le proporcionó su productor habitual Leo Fromkess, dueño de la PRC, para desarrollar un alucinante viaje al corazón del sueño americano, un minimalista pero perturbador ejercicio que se ha revalorizado con el paso del tiempo hasta adquirir condición de obra de culto -y no únicamente en el contorno del género negro al que se adscribe- y cuya influencia puede reconocerse en reputados directores más o menos recientes.

Como se ha apuntado, Ulmer sigue los cánones del negro más puro (juegos con la iluminación que crean un alto contraste entre zonas claras y oscuras mediante la labor del operador Benjamin H. Kline, presencia de voz "en off" para desgranar los acontecimientos de la trama, articulación de la narración en analepsis, realismo lingüístico con el que se expresan los personajes, aparición de una violencia moral y física extrema con la que se conducen estos últimos y presencia de una pérfida y maléfica mujer fatal la cual debería figurar en cualquier antología sobre el género que se precie de serlo) para filmar, mediante una hábil gestión de recursos, una narración sincopada y opresiva cuya negrura de fondo y forma entronca con el pesimismo (social) que tan bien supo expresar el género negro norteamericano en las postrimerías de la II Guerra Mundial o recién terminada ésta. El trayecto que emprende el anti-héroe que protagoniza el relato (encarnado por Tom Neal, actor y perdedor cuya biografía, que guarda un sorprendente y extraño paralelismo final con el personaje que encarna, podría dar para otra película) se convierte en una experiencia cinematográfica que desprende una extraña sensación de pesadilla sórdida y surrealista, una irracional y claustrofóbica paranoia que Ulmer acierta a desplegar con artificios evidentes (las transparencias) y/o con otros ingeniosos (la niebla con la que dibuja la ciudad o las sombras de los músicos reflejadas en una pared para crear el espacio de un club nocturno) utilizados para disimular los precarios decorados y, en definitiva, para salvar la limitación de medios. La particular personalidad cinematográfica de Ulmer, curtida en el expresionismo alemán a través de sus colaboraciones como director artístico en algunos filmes de Lang, por ejemplo, en la que la música (aquí siempre insistente y firmada por Erdody) y los decorados cobran especial significación, se une a ese ingenio y capacidad para encontrar soluciones a la escasez a la hora de plasmar de una manera brillante la historia sobre el fátum concebida por el escritor Martin Goldsmith basándose en su propia novela. La impresión por la que los acontecimientos parecen suceder fuera del control del perdedor protagonista cuya vida se mece en los meandros del inmisericorde y caprichoso hado se transmite con inusitada fiereza al espectador, sumiéndose éste en una sensación teñida de melancolía e indefensión. La reflexión sobre la posición vulnerable del ser humano, situado a merced de fuerzas desconocidas, es lanzada como golpe directo a la mandíbula de la audiencia. La angustia vital se expresa despojada de todo glamour, en toda su sórdida desnudez (en habitaciones de hotel barato, locales nocturnos de tercera fila). El plato se sirve, así, crudo y sin guarnición.


Los vericuetos del destino que conducen, dirigen y someten la vida del protagónico (o acaso son las sorprendentes decisiones que éste toma) se alinean con el fatalismo del negro. Los insondables proyectos que el destino nos reserva enfrentan al anti-héroe de este relato con una salvaje, depredadora y terrorífica "femme fatale" (incorporada por Ann Savage) que en su inmediatez trasciende el arquetipo y ejecuta una sádica inversión de roles de género. Pero también lo introducen en una espiral de sucesos aniquiladora e irrazonable a la que el espectador asiste anonadado y atónito. La vulnerabilidad del ser humano, domeñado por el peso del destino, se manifiesta en toda su inmensidad, la crítica a la ilusión del sueño americano se tiñe de desesperanza.

Una de las películas más oscuras y desesperadas de la cinematografía mundial (pese a su final impuesto por las normas del Código Hays) que no es de extrañar que haya alcanzado esa preeminencia como obra de culto de la que disfruta desde hace ya unos años. Película de ineludible visionado el cual puede llevarse ahora mismo a cabo si uno quiere ya que el filme es de dominio público y a buen seguro se puede encontrar con facilidad en la Red.



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8/12/12

¿Dónde está el Frente?


Which way to the Front?, Jerry Lewis, EEUU, 1970, Jerry Lewis, Jan Murray, John Wood.

Los aficionados al género cómico, aquel tipo de películas que sitúan el "gag" como eje primordial sobre el que pivota su desarrollo desde el punto de vista narrativo y humorístico, ese tipo de filmes cultivados por cineastas tan relevantes como Chaplin, Keaton o Lloyd en los años 20 en Hollywood y ya presente en los albores del mismo medio cinematográfico, léase en el protocine, reconocemos en la controvertida figura de Jerry Lewis uno de sus grandes renovadores. No podemos obviar este detalle, de extrema importancia, para  poder emitir un juicio sobre la calidad de la filmografía de este singular y polifacético artista cuya capacidad creativa cómica no debería ser puesta en tela de juicio en ningún momento. Ahora bien, siendo esto cierto, tampoco se puede negar la exageración autocomplaciente que llegó a practicar en determinados momentos de su trayectoria, provocando que para mucha gente Jerry Lewis sea un tipo cargante, excesivo, un bufo excéntrico. Sin duda, una personalidad que no deja a nadie indiferente y que polariza las posiciones en torno suyo pero que gozó de enorme éxito durante las décadas de los años cincuenta (el dúo que formó con Dean Martin causaba verdadero furor por aquellos años en los EUA) y sesenta (ya en solitario alumbró títulos tan famosos y reconocidos como El Profesor Chiflado). Precisamente, podemos situar la película que nos ocupa como el ocaso de su recorrido cinematográfico. O, al menos, temporalmente, puesto que, tras el rodaje de ella, se produjo un hiato de más de una década en su filmografía (si exceptuamos la polémica y no estrenada oficialmente, The Day The Clown cried). El agotamiento para la mayoría de la audiencia de la fórmula por la que Lewis generaba el humor  parecía un hecho real. Otros cineastas como Mel Brooks o Woody Allen estaban llamando a la puerta y en la TV británica los Monty Python ya habían comenzado su genial Flying Circus.

No podía ser de otra manera, ¿Dónde está el Frente?, está bañada de todos los aciertos y todos los defectos  que jalonan el itinerario cinematográfico de Lewis. La capacidad subversiva expresada a través de la comedia queda ilustrada de manera más o menos sutil, más o menos directa, en determinadas situaciones planteadas en esta película, un ataque contra el militarismo y el patriotismo, una sátira frontal contra el conflicto bélico. Quede claro que este mensaje se construye con los parámetros acostumbrados en el cómico en los que el surrealismo alcanza cotas límite (la acción transcurre en la II Guerra Mundial y la moda que visten los personajes se corresponde con la de época de filmación de la película) y que, en ocasiones, se torna excesivo. En el transcurso de la historia urdida por Gerald Gardner y Dee Caruso, guionistas habituales de la serie televisiva del Superagente 86, y a la que Lewis dota de su sello personal, encontramos algunos "gags" notables pero estos quedan subsumidos en un ritmo narrativo singularmente lento. Esta  arritmia hace avanzar el relato con una tenue ligazón, de manera que el conjunto queda como una sucesión de "sketch" concebidos y ejecutados con desigual fortuna. Los divertidos títulos de crédito creados por Don Record ya anticipan que la fuerza de la propuesta radica en la visión pacifista que pergeña, mensaje en sintonía con la época de producción de la película y recogido por otras obras contemporáneas a ella como M*A*S*H, resultando su vertiente cómica desigual si la consideramos en su totalidad. Los momentos brillantes se alternan con otros no tan afortunados que, desgraciadamente, son mayoría.

La falta de ritmo o, mejor, la lentitud con la que se desgrana la historia, se salva en contadas ocasiones en las que asoma el genio de Lewis en la concepción y, en menor medida, en la ejecución de algunas situaciones y "gags". Es innegable que para transmitir la postura ideológica del filme, su carga de oposición al militarismo y de desafío a la autoridad, se gestan escenas muy divertidas que adornan aquella con mordaz sentido del humor. Pero el sarcasmo alcanza más allá del objeto principal y satiriza otros aspectos de la sociedad norteamericana, característica acostumbrada en Lewis. La capacidad de subversión del comediante queda apuntada y a ella se suman escenas de humor absurdo (el encuentro con Hitler), "gags" que invitan a la carcajada (el protagonizado por Steve Frankel y Bobo Lewis, actriz que no tiene ningún lazo familiar con Jerry) y/o críticas humorísticas hilvanadas con agudas puntadas (la reunión del Alto Mando estadounidense para decidir el posible avance de sus tropas). Motivos suficientes para que cualquier espectador encuentre excusa para acercarse a este irregular filme (por momentos aburrido, por momentos ocurrente) del sucesor, digno y natural, de los "monstruos" del "slapstick".



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5/12/12

Días sin Huella


The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945, EEUU, Ray Milland, Jane Wyman, Phillip Terry.

El descarnado estudio de la dipsomanía que llevara a cabo Billy Wilder prosigue con la exploración de las miserias humanas que emprendiera con su anterior película, la obra maestra negra Perdición, y se reconoce como el primer acercamiento serio a su objeto ya que hasta este momento Hollywood, con alguna excepción como La Lucha rodada por el mismísimo D. W. Griffith a principios de los años 30, consideraba el personaje del borracho como la parte cómica de las historias y habitualmente quedaba retratado como alguien divertido (e incluso héroes como los Charles resolvían los misterios a los que se enfrentaban entre copa y copa). Esta manera ligera de describir a las personas con tendencia a asumir estados de ebriedad queda en entredicho con la adaptación -suavizada- de la exitosa novela de Charles R. Jackson que el tándem formado por el realizador Billy Wilder y su asiduo colaborador por aquellos años Charles Brackett, deciden acometer  en las postrimerías de la II Guerra Mundial. Un tema sorprendente en ese contexto pero que captura la angustia existencial que reina en este y que el cine negro, asimismo, comenzaba a capturar, pero que, además, corrobora o abre la veda a cierta preocupación social en el cine norteamericano de la época (poco después William Wyler rodaría su crónica del reintegro de los veteranos en la vida diaria, Los Mejores Años de Nuestra Vida) sacándose a relucir, de este modo, el lado oscuro de la sociedad. Por otra parte, parece ser que Wilder decidió abordar el asunto del alcoholismo tras mantener una problemática colaboración con el escritor Raymond Chandler a la hora de alumbrar el libreto para Perdición y comprobar los efectos de esta dependencia sobre el creador de Marlowe. Sea como fuere, el prestigioso y reconocido cineasta firma una película dura que se acerca a uno de los tabús sociales sin ambages y que prescinde del análisis de las causas (apenas esbozadas) que lo provocan para centrarse en mostrar las consecuencias devastadoras que produce. Un giro copernicano en el tratamiento del alcoholismo del que, aquí, no se niega su condición de problema social quedando manifiestas algunas de las múltiples problemáticas asociadas (aislamiento social a través del deterioro de las relaciones interpersonales, incapacidad de insertarse en el mundo laboral) en lugar de caracterizar al bebedor como borrachín gracioso. Una mirada inmisericorde que rehuye el moralismo para exhibir el objeto como es. Si acaso, produce compasión por el alcoholizado protagónico encarnado por un acertado Ray Milland, un tipo que, despojado de cualquier escrúpulo moral en su descenso particular a los infiernos, no tiene atisbo de duda alguna en engañar y robar a cualquiera. Algunos momentos de la narración alcanzan una profundidad emocional cruel y dolorosa.


La descripción de la tragedia humana y patética en la que está inmerso este dipsomaníaco consiguió un enorme éxito en taquilla y obtuvo un inmediato reconocimiento entre la crítica, llegando a conseguir cuatro galardones Oscar (Película, Director, Actor y Guión) y alzándose con el Gran Premio en Cannes (la actual Palma de Oro). Sin duda, un asombroso triunfo si nos atenemos a la dureza de la propuesta. Decididamente, en la actualidad, Días sin Huella  no goza de tanto reconocimiento popular como otras de las películas que integran la importante filmografía de Billy Wilder, uno de los directores clásicos (y no tan clásicos) más conocidos entre la audiencia general pero podemos considerarla como uno de sus mayores éxitos en el momento de su estreno y una obra importante no sólo por la trascendencia que comporta su enfoque sobre el objeto, que sigue ejerciendo influencia a la hora de abordarlo en el cine contemporáneo, sino también por su indiscutible calidad cinematográfica apoyada en una poderosa fotografía en clave baja y en el uso de la profundidad de campo y contando en su epicentro con la desnuda objetividad a la hora de plasmar la devastación derivada del abuso del alcohol. La ruina queda amplificada por una interesante partitura musical de Miklós Rózsa, compositor clásico que como ya hiciera ese mismo año en Recuerda, utiliza de manera pionera el electrónico Theremin. Unas consecuencias desoladoras expuestas con aroma "noirish" ya que se articulan mediante "flash-back" y se narran a través de la voz en "off" en un tono naturalista que apresa la ansiedad vital del protagonista (y del contexto socio-histórico), recursos y cualidades todas ellas características del género negro. No obstante, esta excelencia se ve amenazada por cierto envejecimiento en determinados aspectos de la película, constatable esto último para la generalidad del público actual en los efectos fotográficos ideados por Gordon Jennings con los que se construye la alucinación que sufre el protagonista en pleno Delirium Tremens pero que cobran mayor gravedad para el aficionado en su final (cortesía del Código Hays), incoherente respecto a lo acontecido con anterioridad en el arco argumental aunque, cabe decir, Wilder y Brackett intentan su salvamento marcándolo con un carácter abierto. También ciertas presentaciones un tanto ingenuas para nuestros tiempos, generalmente derivadas de la compresión de la narración, la cual se empeña en intentar condensar todas las paradas del viaje del alcohol, producen cierta sensación esquemática en el desarrollo del drama. Sin embargo, las virtudes superan con mucho a estos deméritos y quien ha regresado a su feliz hogar después de una larga noche de entretenimiento poco saludable se identificará con el paseo que el protagonista emprende por las soleadas pero frías calles de la ciudad al recordar la extraña y antitética sensación que lo envuelve en esas circunstancias.

La amarga observación destilada por Wilder sobre el alcoholismo, expresada con nervio descarnado, profundiza sobre el alma del ser humano y su fragilidad, víctima propiciatoria de inseguridades y frustraciones. La degradación mostrada deja manifiesta la problemática social del objeto tratado sin moralismos y sin miramientos. Puede que gran parte del público (incluso de los confesos seguidores - lejanos - de Wilder) hayan olvidado o, incluso, desconozcan esta botella de su bodega pero los buenos aficionados al medio cinematográfico y los más fieles adeptos al genio de este director seguro que la paladean con deleite y se dejan embriagar por el buen cine alambicado cada vez que la descorchan. Eso sí, de manera responsable.



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